Sus manos se desdibujan mientras trabaja. Junto a ella, en la gastada mesa de madera, hay una pequeña pila cuidadosamente ordenada de papelitos rectangulares. No levanta la vista de su labor: coge un papel cada pocos segundos con la precisión de un autómata. Es como si llevara haciéndolo toda la vida. En realidad sólo lleva 8 meses trabajando aquí, pero ya le han salido callos y tiene los dedos manchados de cacao.
Louisa es una de las mujeres que trabajan en una plantación de cacao en la ladera del volcán Arenal de Costa Rica, donde se fabrican algunos de los mejores chocolates del mundo. En la plantación ha hecho de todo, desde recolectar las grandes y coloridas vainas de cacao hasta trabajar en las instalaciones de procesamiento in situ. La granja se halla en lo más profundo de la espesura de la selva, lejos del centro de visitantes por el que a veces pasan un puñado de turistas curiosos, sobre todo estadounidenses en busca de experiencias ‘auténticas’ y oportunidades para hacer fotos y colgarlas en Instagram. Louisa nunca interactúa con los turistas; de hecho, raramente se acerca al centro de visitantes. Está demasiado cerca de la carretera principal y eso hace que se sienta vulnerable. Prefiere la protección de las copas de los árboles y los graznidos de las aves autóctonas, pero hay veces que hasta eso es demasiado. Dice que los chillidos nerviosos de los guacamayos “le recuerdan a casa”: una casa de la que tuvo que huir.
Nadie (salvo un miembro de su familia) sabe dónde trabaja y no puede arriesgarse a que nadie se entere. Se abrió camino hasta el acceso de tierra y grava de la plantación durante el célebre monzón de su país tras abandonar a su marido, Jorge, un exempleado de una plantación de café en paro aficionado a la cerveza barata y a las peleas. Louisa, con el ojo derecho morado y la cara hinchada, llegó a la plantación sin nada más que la fiera determinación que las mujeres en su precaria situación a menudo albergan en lo más profundo de su alma.
Al final de cada turno, Louisa se dirige en autobús a la casita que ha alquilado con otras dos mujeres de la granja; siempre procura ir directa a casa, porque relacionarse implica correr el riesgo de que la encuentren. Literalmente soporta la carga de saber que cualquier interacción con su marido podría ser la última. La pesada cesta de mimbre que usa como bolso esconde la enorme piedra que tiene preparada por si se topa con su marido.
Su vida está siempre al filo de la incertidumbre.
Un entorno seguro
Digamos que la plantación se llama La Hermosa. Su función de refugio se mantiene en secreto; las mujeres hablan de ella en susurros en las lavanderías entre montones de ropa sucia y en los confines sagrados de los salones de belleza, donde rumores y secretos circulan por igual.
Cuando Fernando López, que procede de una larga estirpe de agricultores, compró esta extensa finca en 2010, no pretendía que su nuevo proyecto se convirtiera en un puerto seguro; pero a lo largo de los años ha contratado a varias mujeres que querían escapar de situaciones violentas y maridos maltratadores. Para muchos es una especie de Moisés que conduce a las almas perdidas a la tierra prometida o, incluso, a una nueva vida. Nunca olvidará el día en que Louisa se presentó en la plantación, empapada y asustada.
Recuerda que había vuelto a la granja para recoger una caja de tabletas de chocolate que le había prometido a un grupo de monjas de un convento local. “Ni siquiera tendría que haber estado allí (en ese momento), pero me alegro de que así fuera”. Sólo tuvo que echarle un vistazo a su cara dolorida para ofrecerle trabajo en el acto.
Muy emocionado, se le humedecen los ojos cuando nos dice que se considera responsable de las mujeres que vienen a La Hermosa. Para Fernando, garantizar la seguridad de las mujeres que vienen en busca de refugio es mucho más que un deber como empleador: lo considera una obligación de un poder superior. “Dios me dio una misión y estoy tratando de cumplirla. Rezo por que estas mujeres hallen la felicidad algún día. Creo que La Hermosa les da la oportunidad de volver a empezar”.
Sólo una vez tuvo que enfrentarse a un novio enfurecido que descubrió que su novia había buscado un asilo seguro en la granja de cacao. Fernando pone una pose de boxeador imitando al novio que se le acercó para preguntarle por el paradero de su chica, una mujer menuda llamada María, a la que había agredido en la cara con una navaja automática. Tras amenazar con llamar a la policía, Fernando fue capaz de ahuyentarlo. Hoy, María trabaja con Louisa en las instalaciones de procesamiento: su novio nunca volvió. Al hablar de su trabajo en la granja de cacao, se dibuja en su cara una media sonrisa.
“Me gusta estar aquí porque me salvaron la vida. Las chicas son mis amigas”. Y añade más bajito: “Somos como hermanas”. Louisa matiza: “Hermanas de chocolate”.
Las chicas, que se ha hecho amigas en circunstancias difíciles, estallan en carcajadas. No hace tanto ni siquiera habrían podido soñar con estos momentos de paz. Aunque su encuentro parece cosa del destino, la relación entre Louisa y Fernando no siempre es fácil. Louisa muestra a menudo señales de trastorno de estrés post-traumático (una timidez y un miedo paralizante hacia sus compañeros varones, Fernando incluido). La autoridad la asusta y a veces se ve obligada a descartar algunas de las tabletas de chocolate que se pasa el día embalando diligentemente. Las lágrimas que sus ojos parecen derramar sin previo aviso estropean los envoltorios de papel.
Esperanza en el horizonte
La lluvia de ayer ha dado paso a un espectacular cielo azul sin nubes y el arco de la sonrisa de Louisa reproduce el del arcoíris que se extiende por los confines de la plantación.
Se ha enterado de que hay un pequeño estudio disponible cerca de La Hermosa y el dueño se ha ofrecido a alquilárselo. Tras dejar la casa de sus padres a los 19 años para casarse, esta mujer de 30 años nunca había vivido sola (ni tenía medios para hacerlo).
Mientras usa un rudimentario rodillo de amasar para convertir los granos de cacao en polvo, habla sobre los accesorios que piensa comprar para su nuevo hogar. Un par de cortinas rosas con adornos y ropa de cama nueva ocupan el primer lugar de su lista de deseos. Suena como una niña escribiéndole a Papá Noel y escucharla resulta a la vez reconfortante y desolador. Sigue soñando en voz alta y Fernando, que ha oído la emoción en su voz, se acerca a la mesa y le da la enhorabuena, aunque no le guste mucho la idea de las cortinas rosas. Louisa se ríe y le dice que eso no es negociable y el agricultor, que ya es más un amigo que un jefe, le dice que está orgulloso de ella.
“Gracias”, contesta ella, y con esa simple palabra consigue evocar un corazón henchido de gratitud por una vida y un futuro que ahora parecen posibles.
Y puede que no haya nada más dulce.
*Todos los nombres de personas y lugares han sido alterados para proteger su identidad.
La violencia doméstica en América Latina y Centroamérica está aumentando. En Costa Rica, si tú o alguien que conoces es víctima de violencia doméstica, puedes ponerte en contacto con el Instituto Nacional de las Mujeres (INAMU) en www.inamu.go.cr para pedir ayuda.